Aceptar la incerteza
Uno de los problemas que muchos arrastramos en el día a día es el estrés. Y gran parte de ese estrés viene del intento de tenerlo todo bajo control. Generamos expectativas continuamente. Esperamos que las cosas salgan de una manera, que la gente se comporte según lo que esperamos. Eso implica dedicar esfuerzo a prever el futuro, a considerar alternativas, a creer que estamos preparados para cada caso.
Ese esfuerzo es inútil en la mayoría de los casos. Genera estrés el estar pendiente y genera frustración y rabia que las cosas no salen como nos hemos convencido de que deben ser. Y ambas cosas nos alejan de un estado que, en teoría, a todos nos gustaría alcanzar: ser felices.
La felicidad es un camino, es un día a día, una actitud. La felicidad no es un destino, un punto en el futuro que nunca llega. La felicidad la tienes dentro si realmente quieres dejarla salir. Al final, tenerla es tan sencillo como desearla realmente.
La incerteza, no saber qué pasará, no es negativa. Se nos educa para que estemos preocupados constantemente por cubrir cualquier contingencia. Pero la continua tensión que supone esa preocupación difícilmente compensa ante unos beneficios que nunca aparecen. Esa preocupación predispone la mente a definir qué tiene que pasar para que consideremos que las cosas han salido "bien", y si no ocurren exactamente así, nos frustramos. Un coste muy alto para un beneficio que, a menos que seamos adivinos, nunca llega.
Hay una opción mejor: abrazar la incerteza. Despreocuparse del futuro (dentro de los límites del sentido común, claro). La incerteza permite que cada día sea distinto, que tengamos la libertad de aceptar cualquier acontecimiento. Como con cualquier nuevo hábito, cuando te sorprendas adivinando cómo será el futuro, obsérvate, intenta ser consciente de ello. Una vez que tengas la práctica en descubrir a tu mente intentando realizar ese trabajo inútil, fuérzate a convencerte que cualquier expectativa te hará daño y que cualquier resultado, aunque imprevisto, será positivo.
Estar dispuesto a aceptar cualquier cosa que ocurra permite centrarse en cada momento. Habilita la concentración, y con ella, la productividad. Permite alejar miedos, preocupaciones, y con ellos, el estrés. Acepta lo que no conoces, lo extraño, acepta el cambio. En primer lugar por la paz interior que supone perder de vista esas preocupaciones absurdas, pero sobre todo, porque eso hace más variado el día a día, hace que se vivan experiencias nuevas con más frecuencia.
No saber qué pasará no es malo. Al contrario, acerca a la libertad más absoluta y con ella a disfrutar de cada instante y experimentar así la felicidad. Aquello que pueda pasar probablemente tendrá una lectura positiva si la queremos buscar.
Perder esas preocupaciones implica alejarse del área en que parece que todo nos pasa a nosotros. Estar más sereno nos da la opción a considerar cada hecho como lo que es y a no compararlo con lo que esperábamos que fuese. Si son negativas, su efecto será mucho menor y eso facilitará que aprendamos de ellas. Eso nos hace más constantes. Más fuertes. Y, por supuesto, más felices.
Y todo ello por intentar vivir con menos preocupaciones. Gran beneficio a cambio de hacer significativamente menos esfuerzos...
Ese esfuerzo es inútil en la mayoría de los casos. Genera estrés el estar pendiente y genera frustración y rabia que las cosas no salen como nos hemos convencido de que deben ser. Y ambas cosas nos alejan de un estado que, en teoría, a todos nos gustaría alcanzar: ser felices.
La felicidad es un camino, es un día a día, una actitud. La felicidad no es un destino, un punto en el futuro que nunca llega. La felicidad la tienes dentro si realmente quieres dejarla salir. Al final, tenerla es tan sencillo como desearla realmente.
La incerteza, no saber qué pasará, no es negativa. Se nos educa para que estemos preocupados constantemente por cubrir cualquier contingencia. Pero la continua tensión que supone esa preocupación difícilmente compensa ante unos beneficios que nunca aparecen. Esa preocupación predispone la mente a definir qué tiene que pasar para que consideremos que las cosas han salido "bien", y si no ocurren exactamente así, nos frustramos. Un coste muy alto para un beneficio que, a menos que seamos adivinos, nunca llega.
Hay una opción mejor: abrazar la incerteza. Despreocuparse del futuro (dentro de los límites del sentido común, claro). La incerteza permite que cada día sea distinto, que tengamos la libertad de aceptar cualquier acontecimiento. Como con cualquier nuevo hábito, cuando te sorprendas adivinando cómo será el futuro, obsérvate, intenta ser consciente de ello. Una vez que tengas la práctica en descubrir a tu mente intentando realizar ese trabajo inútil, fuérzate a convencerte que cualquier expectativa te hará daño y que cualquier resultado, aunque imprevisto, será positivo.
Estar dispuesto a aceptar cualquier cosa que ocurra permite centrarse en cada momento. Habilita la concentración, y con ella, la productividad. Permite alejar miedos, preocupaciones, y con ellos, el estrés. Acepta lo que no conoces, lo extraño, acepta el cambio. En primer lugar por la paz interior que supone perder de vista esas preocupaciones absurdas, pero sobre todo, porque eso hace más variado el día a día, hace que se vivan experiencias nuevas con más frecuencia.
No saber qué pasará no es malo. Al contrario, acerca a la libertad más absoluta y con ella a disfrutar de cada instante y experimentar así la felicidad. Aquello que pueda pasar probablemente tendrá una lectura positiva si la queremos buscar.
Perder esas preocupaciones implica alejarse del área en que parece que todo nos pasa a nosotros. Estar más sereno nos da la opción a considerar cada hecho como lo que es y a no compararlo con lo que esperábamos que fuese. Si son negativas, su efecto será mucho menor y eso facilitará que aprendamos de ellas. Eso nos hace más constantes. Más fuertes. Y, por supuesto, más felices.
Y todo ello por intentar vivir con menos preocupaciones. Gran beneficio a cambio de hacer significativamente menos esfuerzos...